Solo tengo tres formas, que se suceden sin solución de continuidad y sin que pueda evitarlo, de considerar al amado: como lo más maravilloso del mundo –momento del orgasmo pleno-, como un cabrón hijo de puta que pasa de mí –momento de hundirse en la miseria y beberse una copa cargadita-, y como un gilipollas que no vale un pimiento y me importa un huevo –momento de ponerme toda eufórica a trabajar o salir de juerga a la calle, no sin antes considerar brevemente que más gilipollas soy yo por estar invirtiendo mis energías mentales en pensar en un gilipollas-. Así tengo una forma cómoda de justificar mi abanico de actividades diarias. De todas formas, luego me suele dar un poco de pena pensar tan mal de él, y me parece que en el fondo es una buena persona y que todo es una paranoia mía, con lo cual el ciclo vuelve a comenzar. Ninguno de mis amores primaverales ha podido escapar a esta evolución apreciativa diaria.
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