Una cabezonería empedernida me lleva a cometer los mismos errores una y otra vez: no quiero asumir que el azar desgobierna todo lo desgobernable. Hoy esta evidencia se me ha mostrado con una brillantez diáfana. Mi terror por los balones en las manos de un niño, y sobre todo, en sus pies, es conocido universalmente. Una extraña “atracción balonil” marca la trayectoria de mi vida. Intentando esquivar uno de ellos, he tenido que dar un terrible rodeo y el destino me ha jugado una mala pasada, enviándome un pelotazo procedente de un pequeño demonio que gritaba detrás de mí: “señora, ahí va, más fuerte, señora” mientras el padre me sonreía como si el niño fuese muy graciosillo y lanzaba el balón directamente a mi pierna una y otra vez.
A veces no vale la pena dar costosos rodeos para llegar al mismo sitio.
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